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Manifiesto II

A mí ni siquiera me gusta escribir, es que no sé no hacerlo.
Por culpa de esa cosa, que aparece como un sueño para algunos, otros la escuchan como una voz. A mí no me habla, no se muestra, tan solo me deja la certeza de que ahí está, esa cosa.
Escribo porque no sé no hacerlo. Lo había dejado durante un tiempo y me dio por componer acuarelas. Lo que resultó penoso, porque mi estilo no evolucionó desde la primaria. Pero los colores eran esa cosa que me decía: escribe, escribe.
Yo fui un tipo normal, medio popular y que gustaba del ambiente. Hasta que un día, en vez de decirles cosas calientes a las muchachas, me dio por escribirlas. Las muchachas preferían que se las dijese, por lo cual me fui quedando solo. A medida que aumentaba mi soledad, más cosas escribía.
Intenté deshacerme del acto de escribir, pero más que una constancia, era una maldición. Quemé papeles para asustar a las palabras. Rompí lápices y bolígrafos para no dejar nada a mi alcance que me subyugara a mi no deseo de escribir. En vano: todo mi cuerpo vibraba con frases y recursos literarios. Las aguas del grifo y de la ducha susurraban diptongos. Mis manos dudaban como las manos de un adicto. La casa entera evidenciaba historias que querían ser contadas. Si salía a la calle, el cielo y los parques se transfiguraban en poemas ante mi cerebro cansado. La pintura, la música… hasta intenté darle forma a una galleta de barro, buscando cambiar al menos, de manifestación artística. Todo no sirvió de nada.
Por último, agobiado y rabioso contra semejante obsesión, decidí suicidarme. En ese instante supe que no lo haría sin escribir un testamento. Lo debo a esa cosa.
El más largo de todos, escribirlo se extenderá toda una vida.